LA CENA
Quedamos en vernos en el restaurante, ïbamos a vernos por primera vez desde aquel día que comenzamos una amistad cibernética y virtual. Decidimos encontrarnos en terreno neutral, ni tu ciudad ni la mía, éso le daba una nota más de fantasía a ésa amistad que fue tornándose en interés, en cariño, creo que mutuo, con el paso del tiempo. Llegué como quince minutos antes de la hora establecida, no me gusta hacer esperar a nadie, y menos en la primera cita. Como todo no puede ser perfecto, la noche era desapacible, la lluvia y el frío viento no invitaba a esperar a la intemperie, así que decidí esperar dentro, en la pequeña barra del restaurante, con una copa de vino para calentar mi cuerpo, aclarar mi garganta, y calmar el temblequeo de mis piernas. Un taxi paró a la puerta del restaurante, diez minutos después, y te vi bajar, mi pulso se aceleró; Mis piernas dejaron de ser mis piernas, para convertirse en dos muelles de fino alambre a los que no acertaba a equilibrar y conseguir que se estubiesen quietos. Miraste hacía dentro del local y al verme esbozaste una sonrisa, amplia y franca, Dios casi se me cae la copa de vino de las manos, recompuse mi figura como pude tras ésa maravillosa visión, cerré la boca inmediatamente, pues mi reflejo en la cristalera me sugirio que así lo hiciese, pues parecia tal que un papamoscas, o un paisano que acaba de verse inmerso en un encuentro en la tercera fase. Dejé torpemente la copa, ya vacía, pues me la tomé de un trago al ver semejante maravilla de mujer, sobre la barra del bar y me apresuré a salir a recibirte, para de ése modo, flanquearte la puerta del restaurante como lo hacen los caballeros, pues presumo de ser un caballero. Tras los consabidos y respetuosos besos en las mejillas y reconfortante abrazo, nos dispusimos a sentarnos en la mesa que previamente había reservado. No acertaba con el tema de conversación, las palabras, las frases venían y huían de mi mente con tal rapidez que me empezaban a sonrojar mis mejillas por el momento tan embarazoso que para mi suponía éso. Tras unos segundos en silencio, y creo que percatándote de mi azoramiento, sonreíste y me preguntaste por mi viaje desde mi ciudad aquí. buf, que alivio, por fin, tenía algo que decir. Una conversación llevó a otra y a otra y a muchas más. A cada momento nuestros temas de conversación se fueron tornando más y mas personales, hasta que llegó el momento que empezamos a hablar de sentimientos, individuales primero, sentimientos que deseábamos compartir, después,. La conversación se fué haciendo mas íntima a cada palabra a cada frase, nadie de los presentes se estaba apercibiéndo, de que allí, en nuestra mesa, nosotros nos estábamos amando. Fuímos acercando cada vez más y más nuestras manos, primero rozándonos los dedos, para acto seguido entrecuzarlos, como preámbulo, como primer acto de lo que nos esperaría después. Nuestros ojos fijos los unos en las pupilas del otro, la sonrisa, la típica sonrisa bobalicona, de dos perfectos tortolitos, abstaídos de todo lo mundano, haciéndonos el amor en sigiloso secreto. No recuerdo lo que cenamos, es más, no recuerdo ni haber cenado tan siquiera, ni haber pagado la cuenta al salir del restaurante, para dirigirnos al hotel donde te hospedabas. Recuerdo que pedíste la llave de la habitación, y que subimos corriendo por las escaleras, no queríamos perder el tiempo esperando el ascensor. Entramos en la habitación como prófugos que se esconden del mundo, sin mirar atras, que nos importaba el mundo!. Nuestro mundo se reducia a aquella habitación de hotel y nosotros sus únicos habitantes. Dejamos nuestros abrigos tirados sobre la moqueta, encendiste el aparato de música, una balada nos invitó a juntar nuestros cuerpos, danzábamos a su ritmo, abrazados tiérnamente, mientras despojábamos el uno al otro de la ropa, que en ésos momentos solo era un estorbo, una barrera entre tu cuerpo y el mío, entre tu piél y mi piél. Abrazados, acariciándonos, bailamos al son de la música, hasta dejarnos caer en la cama, en el lecho del frenesí. Besando tu boca, tu cara, tu cuello, tu femineidad; acariciando tus cabellos, tu hombros, tus sensuales caderas, los torneados y firmes muslos. Susurraba tu nombre y tu susurrabas el mío, como si quisiéramos aseguranos de que estábamos allí, de que éramos nosotros y no otros los que en ésos momentos se estaban amando, intercambiando palabras de amor y cariño y dándose el uno al otro. No sé ni cuando, desfallecidos, nos quedamos dormidos abrazados, sin mas ropa que nos tapase que nuestro placer. Solo sé que desperté, en mi habitación, sólo con mi perra lamiéndome la cara para despertarme y que la sacase a hacer sus necesidades a la calle. Señor, señor, es que no merezco a alguién así en mi vida?
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